Caracas: ,28,29,30,31 de octubre 2010
No existen gradas
detrás de nuestro corazón
Las cosas que expresamos con acierto en el camino hacia la emancipación siempre serán más importantes que nuestra imagen personal. Esto, porque inevitablemente vienen del saber colectivo y vuelven allí a su lugar natural. El creador pasa, su creación permanece.
Este proceso histórico, que intenta devolver la dignidad de país a este sector del planeta, nombrado Venezuela, evidencia novedosas formas, originales respuestas ajenas a lo que nos venía patentado. La organización anónima del pueblo es una de ellas, lo que permite no ser ubicado en individuos ni grupos.
El hecho mismo de sentir que pertenecemos a un país y que el nuevo concepto de país nos traduce como parte de lo esencial. La duda florece cuando no le antecede convicción. Sería un vulgar mercado, la compra y venta, la antiética del yo te dí, págame. Se supone que toda revolución en su esencia es sincera y si algunas han fracasado, no es por sus principios sino por la deslealtad de sus conductores que no supieron leer lo que la realidad clamaba ser interpretado. La revolución no está allí o aquí ni es de nadie. O la hacemos todos los que creemos o la perdemos todos los que dudamos.
Pareciera inminente, este proceso político necesita quien, con ética lo cante y lo vuelva verso. Interprete la irrevocable emoción, la voz y el acontecer de lo que está siendo y de lo que está por venir, porque el canto para concebir un mundo que ha sido negado, también es un medio de comunicación alternativo, por sensible, sincero. El canto, un periódico ilustrado que queda registrado en la hemeroteca del cuerpo colectivo. Cuando menos, en el silbido y el tararear de la historia, como evidencia de que no pasamos en vano, en contra de esta terca insolencia de contrariar lo indetenible.
El poder económico, al hacer desaparecer deliberadamente lo que habíamos incorporado al margen, como país, lo sustituyó por una corporación, regida por la oferta y la demanda. Allí, es donde surge, el aporte oportunista de cierta y característica canción, promovida por el mercado globalizado de los sentimientos. Cantada por un staff de artistas, altos, enanos, flacos o gordos, jóvenes o viejos, blancos, negros, amarillos, bellos o feos, para todos los gustos, perfectamente seleccionados y preparados, para hurgar y regodearse en la desolación del desamor. La canción del masoquismo, que canta con armonía y melodía reiterativa la tragedia personal, usted puede verla y oírla en cualquier parte: la radio, la tv, el taxi, la vecina, el mercado, las disqueras, el baño o la economía informal. Está en todos lados, no da tregua, día y noche, durante siglos.
No es azar, se publicita en masa, a través de un paquete que se vende y revende en un mercado ya creado, por una sociedad efectivamente contra el amor. Esto, igualmente correlacionado perfectamente, con lo que dice la mercadotecnia: Latinoamérica ha sido siempre un continente del dolor y del desequilibrio.
En conclusión, no se puede hipotecar la convicción, ni botar al cesto lo que anda en la sangre de quien un día cantó o versó por una razón histórica, no por un ardid individual ni por el síndrome de Elvis Presley. Porque el imperio ya lo dijo con sus hechos: el planeta soy yo y es mío nada más. El resto sólo existe como propiedad privada. Así, nos ha pretendido matar sin haber estado muertos. Definiendo y difundiendo para todo el planeta el fin de la historia, la culminación de todas las utopías y la muerte de todos sus contrarios. Intuimos una señal, de que los días verdaderamente nuevos están por venir. Diríamos, lo que la oligarquía define con el fin de sus privilegios para la revolución es el comienzo de la justicia social.